Wiki José Salazar Cárdenas
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En torno al jardín principal y formando marco con el mismo, existían portales de madera y teja de barro que se continuaban hacia el norte por las calles Independencia, Jesús Carranza y Morelos, cuando el eje de la población era la esquina de Libertad y 2 de Abril. Al cambiar el eje dos cuadras al norte, quedaron formando parte de las calles 18 de Julio, Medellín e Hidalgo.


Esta disposición o acomodo, era la que heredamos de la época colonial y que es la misma dada por los conquistadores españoles al fundar una población: En un costado el templo parroquial. Frente a él, una gran plaza y rodeando a esta, los portales, los cuales perduraron por más de una centuria, hasta el año de 1965.


Ellos fueron testigos del desarrollo de una congregación que nació indígena y que al recibir la emigración de los habitantes de Caxitlán y Valenzuela, pueblos de españoles y mestizos, se convirtió en un crisol en donde fructificó la fusión de ambas razas.


Presenciaron la febril actividad de un conglomerado humano que venciendo adversidades y carencias naturales, mañaneaba en su lucha por el progreso colectivo.


En sus pilares se anudaban los cabrestantes de las cabalgaduras en que arribaban al pueblo los rancheros a realizar sus compras de provisiones o al arreglo de asuntos particulares.


En las apacibles, pero calurosas tardes, invitaban a los habitantes a gozar de su sombra en amenas charlas familiares, arrellanados en rústicos equipales. Durante el verano, en las repentinas tormentas vesperales y nocturnas eran refugio de transeúntes que admiraban como las calles se convertían en arroyos.


Durante las primeras horas de la noche oyeron los secretos de muchos romances de la juventud.

En el curso de las festividades dedicadas al novenario de la Virgen de la Candelaria, colgaban de ellos multicolores faroles de papel, que constituían una demostración del regocijo popular.


Sus techos y paredes recogían y lanzaban al espacio el eco del repique de las campanas, las exclamaciones y risas alegres de las gráciles y albas figuras infantiles, que con el corazón alborozado se dirigían a recibir la Sagrada Eucaristía por primera vez, el día 15 de agosto.


Sus embanquetados se llenaban de coloridos y vaporosos vestidos de percal, de caras bonitas, de floreadas cabezas, de llamativos rebozos de seda: rojos, verdes, amarillos, blancos, azules, tornasolados, que después de cruzar los jóvenes pechos, caían en bellas cascadas de brillantes flecos, por la espalda.


Sus rojos pisos recibían las pisadas de los recios huaraches de vuelta y vuelta y de relumbrosos y varoniles botines de una pieza.


Allí se escuchaba el regocijo de la multitud que acudía jubilosa al jardín a la celebración de las fiestas patrias.


Llegaba la noche. Se encendían allá muy altas, las estrellas y los corredores se impregnaban del suave aroma del café y del pan recién horneado. Se cantaba, se reía, con beneplácito de la luna, que besaba con luz blanca y plateada la escena.


Las exclamaciones, la alegría, el bullicio, los gritos de admiración y los taconeos se alejaban, se apagaban. Todo se apaciguaba y ellos quedaban erguidos, airosos, señoreando el pueblo.


La quietud pueblerina se fue apartando. Llegaron otros moradores extraños, las costumbres fueron cambiando. La actividad creció. Los nobles cuadrúpedos fueron sustituidos por rugientes máquinas. Los nostálgicos rodados o carretas fueron cambiados por camiones de redilas y los orgullosos tejados de los portales, fueron lenta, pero progresivamente destruidos por las altas carrocerías de los vehículos de carga, provocando en ellos un doloroso y denigrante deterioro. La población creció y se pensó que era muy pueblerina su imagen. Se firmó su sentencia de muerte y fueron retirados en 1965, dejando una impresión de desolación, de vacío, de ausencia.


Se fueron sus techos y desapareció la estampa típica de un pueblo provinciano que sacrificó su imagen en aras del progreso.

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